La búsqueda del bienestar colectivo, fundamentado en valores éticos que se expresan en el respeto a la dignidad y los derechos humanos por parte del aparato estatal, ha experimentado numerosos reveses a lo largo de la historia de los pueblos latinoamericanos.
La garantía de vivir bajo un Estado de derecho, así como también convivir en un entorno sin violencia, donde la satisfacción de las necesidades básicas, la justicia y las libertades públicas, sean los pilares de la distribución de los recursos y las prerrogativas, ha constituido siempre una deuda acumulada por parte de los gobernantes de la región.
En las históricas luchas y el peregrinaje en pos de la tierra prometida, los latinoamericanos hemos enarbolado como criterio para ejercer el sufragio, una diversa nomenclatura que responde a ideologías y partidos políticos que con frecuencia han resultado en elementos accesorios que encuentran en la retórica su única explicación y que en la práctica tan solo han impreso ciertos matices a las diferentes ofertas electorales, deviniendo en fuegos artificiales que distraen el foco de atención de lo que realmente importa: una región sin tantas desigualdades y con un desarrollo humano sostenido.
El Banco Mundial lo denomina "prosperidad compartida", es decir, el aumento rápido y sostenido del nivel de vida para todos los ciudadanos y no solo para unos pocos privilegiados.
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En muchos casos, los acrónimos y los slogans no son más que escaparates que, si bien con diferentes concepciones filosóficas acerca del Estado y con sus logros relativos, tienen como común denominador la avaricia y las ambiciones cuando se trata del ejercicio del poder político por parte de aquellos que se enquistan en la cúspide.
A esta condición, sumemos las debilidades institucionales que acusa gran parte de América Latina, lo cual potencializa en gran medida el impacto devastador que tiene la gestión de la cosa pública por personas obsesionadas con el poder, ya que no hay muros de contención para las prácticas corruptas y clientelistas por parte de caudillos que persiguen perpetuarse en la dirección del Estado.
Lo peor de este panorama es que el relevo, por lo general, sigue (porque ya lo hemos comprobado en el pasado reciente y el presente en América Latina con las "nuevas generaciones") asumiendo un ejercicio del poder personalista que profundiza, con las falencias de sus antecesores amplificadas, las frustraciones acumuladas.
Estoy convencido de que el verdadero cambio social que procure la satisfacción sustentable de las necesidades de todos los pueblos latinoamericanos, más que de unas siglas (ya Chile, Venezuela, Argentina, Ecuador y Brasil nos están alertando), está en función ante todo de los valores éticos y morales de los gobernantes de turno, amén, por supuesto, de sus competencias técnicas.
Se trata de identificar en aquellos que aspiran a ser favorecidos por nuestro voto, la ética y el compromiso personal con los valores democráticos, a partir de los cuales se construyen los verdaderos liderazgos transformadores.
Esa es la plataforma de los gobernantes solidarios, honestos, transparentes y, sobre todo, respetuosos de las leyes y del orden constitucional, marco de los deberes y los derechos, y valladar para los apetencias individuales y los líderes mesiánicos que traicionan la confianza que en ellos han depositado los más excluidos.
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