El pasado fin de semana las redes sociales se hicieron eco del incidente en que se vio envuelto el presidente de la Cámara de Diputados, Radhamés Camacho, quien ordenó el apresamiento del ciudadano Máximo Romero, quien, a su vez, le vociferó improperios referidos a la corrupción administrativa mientras disfrutaba de un partido de pelota en el Estadio Quisqueya. El joven permaneció detenido por más de doce horas, luego de lo cual fue puesto en libertad sin que se le formularan cargos.
Las opiniones convergen en su mayoría condenando el comportamiento del legislador y calificándolo de dictatorial, aunque, vale decir, esto no justifica la agresión verbal de que fue objeto.
Y no es para menos, máxime cuando, al hacer una retrospectiva respecto a la actitud del diputado, encontramos reacciones similares en distintos momentos en que se le ha cuestionado en lo relativo a ése y otros temas vinculados con su desempeño.
Sin embargo, no perdamos de vista tampoco que Radhamés Camacho, como otros servidores públicos de la actual y anteriores administraciones, son el resultado de la misma voluntad popular expresa que hoy se escandaliza, de la misma manera que lo ha hecho con otros funcionarios de cargos electivos que han protagonizado episodios igualmente lesivos a la dignidad y los derechos humanos del mismo pueblo que los eligió.
Entonces, conviene que nos cuestionemos acerca de nuestra coherencia como ciudadanos que aspiramos a un verdadero estado de derecho, donde la libre expresión no sea vulnerada por aquellos que ostentan el monopolio de la fuerza y donde las consecuencias que se derivan de la difamación y la injuria no estén supeditadas a las arbitrariedades del funcionario que se sienta agraviado.
Aprovechemos la efervescencia que la noticia ha generado y hagamos viral también la entereza que debemos tener para reconocer que muchos de nosotros, en la cotidianidad de nuestras vidas, llevamos un "Camacho" por dentro, cuando nos conducimos con la intolerancia y la arrogancia aprendidas en nuestros grupos de socialización y que tienen sus primeras planas reservadas por si llegáramos a ocupar cargos públicos de cierta notoriedad, y que igualmente resultan repudiables.
Aceptemos sin más pretextos que a aquel sociólogo italo-argentino del siglo pasado llamado José Ingenieros, no faltaba un ápice de razón cuando sentenció en su libro "El hombre mediocre" que no hay peor amo que el antiguo esclavo, por lo que no son pocos los de abajo que agotan su turno en las interminables filas de las mediocracias para libar las mieles del poder político al estilo de aquellos que hoy señalan con el dedo acusador y arrojan al primer retrete que encuentran en el camino sus luchas por una nación más justa.
Unas batallas que unos libran marchando bajo el candente sol de una Quisqueya con los vestigios del oprobio de aciagas épocas felizmente superadas y que ciertas mentes trasnochadas se resisten a sepultar; otros, desde unas redes sociales que han convertido en las trincheras desde donde disparan a los abusos del poder por parte de quienes toman el favor popular como patente de corso en nombre de una democracia que palidece frente a sus ejecuciones. Pero todos, al fin y al cabo, inspirados y unidos por un mismo sueño: hacer realidad el país de todos.
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