Cuando la Organización Mundial de la Salud (OMS) define la salud mental, no solo se enfoca en la ausencia de trastornos mentales, sino que la describe como “un estado de bienestar en el cual un individuo es consciente de sus propias capacidades, puede afrontar las tensiones normales de la vida, puede trabajar de forma productiva y satisfactoria, y es capaz de hacer una contribución a su comunidad”.
En ese sentido, no es casual que el organismo de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) especializado en gestionar políticas de prevención, promoción e intervención a nivel mundial en la salud, incluya entre sus principales estrategias para mejorar la salud mental no solo fomentar el bienestar y la atención a las personas con trastornos mentales, sino también la protección de los derechos humanos.
Los derechos humanos son aquellos “… inherentes a todos los seres humanos, sin distinción alguna de raza, sexo, nacionalidad, origen étnico, lengua, religión o cualquier otra condición… corresponden a todas las personas, sin discriminación alguna”, (ONU).
A su vez, los derechos humanos tienen como fundamento la dignidad de las personas, un concepto que hace referencia a una “cualidad propia de la condición humana…” (Real Diccionario Panhispánico del Español Jurídico, Real Academia Española), de la que emana el “… libre desarrollo de la personalidad…” (Ibíd).
La dignidad se traduce en el valor intrínseco que tienen todas las personas, por lo que son merecedoras de respeto y consideración positiva, conceptos asociados, a su vez, a la autoestima y la percepción de autoeficacia.
Los derechos humanos han estado presentes a lo largo del tiempo tanto como la humanidad misma. Sin embargo, no fue sino tras la Segunda Guerra Mundial, cuando 54 estados reunidos en la aún incipiente ONU, firmaron en 1948 la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Este instrumento consta de 30 artículos, el primero de los cuales reconoce que “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en libertad y en derechos…”
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La Declaración Universal de los Derechos Humanos ha servido como fuente de inspiración a casi todas las naciones del mundo, en los cinco continentes, tanto para instar a los estados a respetar, proteger y garantizar estas prerrogativas, como para recogerlas las normativas en sus respectivas legislaciones internas, convirtiéndolas de esta manera no solo en deseos e intenciones, sino también en obligaciones constitucionales. Esto, sin dejar de tener un gran impacto en el derecho internacional, traducido en una serie de convenios, pactos y tratados jurídicamente vinculantes entre los estados y entre éstos y organizaciones internacionales.
No puede haber salud mental sin derecho a la vida. Pero tampoco es posible sin un ejercicio pleno de los derechos a la salud física, a un trato igualitario, a la libertad, la seguridad personal, la integridad (física y psicológica), la intimidad y el honor.
Sin derecho al libre tránsito, libre asociación, reunión, información, expresión y difusión del pensamiento, la propiedad y el consumo sano, la salud mental no deja de ser tan solo una aspiración. En un país donde los derechos a la alimentación, la familia, la vivienda, la seguridad social, el trabajo, la educación, la cultura, el deporte y un medio ambiente sano, no sean garantizados, la salud mental es solo un espejismo, una utopía, un obstáculo al desarrollo humano.
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