No hay dudas de que los Estados tienen la prerrogativa de regular el flujo de migrantes que ingresan a su territorio y, de esa manera, ejercer un control que procure salvaguardar la integridad nacional y la seguridad pública. Esto, por supuesto, sin soslayar la garantía y protección a la dignidad y los derechos humanos, tal como estipulan muchas regulaciones locales y, sobre todo, la legislación internacional bajo diversas declaraciones, pactos, convenios y otros instrumentos jurídicos.
Tampoco se puede cuestionar el hecho de que todos los ciudadanos están en la absoluta obligación de observar las normas que regulan la migración cuando deciden movilizarse de una frontera a otra, por lo que su transgresión se traduce en un delito que puede derivar en la deportación, una decision soberana por parte del Estado receptor.
Sin embargo, aceptar como buenas y válidas ambas premisas no debe ser óbice para que nos preocupemos también de colocar la lupa en el impacto que puede causar en los afectados el proceso de deportación, a los fines de tomar las previsiones orientadas a atenuar los daños individuales y colectivos en los que pueda derivar uno de los dramas humanos más comunes a lo largo de la historia de la humanidad y, particularmene, en el convulso e inseguro mundo de hoy.
- Lee también: "Todo va a estar bien": Así de sencillo
Recordemos que las causas de la migración involuntaria son, básicamente, la pobreza extrema y la violencia que las personas sufren en las localidades donde habitan, por lo que, el ser deportadas, además del estigma social y la discriminación, se traduce en la inefable tragedia de la reeexposición a los riesgos propios de una vida caracterizada por la carencia de los servicios más primarios y la vulneración del derecho humano a la integridad física y hasta a la vida.
Al momento de partir de la tierra que las vio nacer, las personas emprenden un peregrino derrotero en busca de hacer realidad un nuevo y esperanzador proyecto de vida para sí y sus seres queridos, razón por la cual la deportación les remite a la quiebra de sus perspectivas futuras y a los sentimientos de fracaso, frustración y derrota.
Atravesar por un proceso de deportación suele someter a los indocumentados al temor exacerbado, la hipervigilancia permanente, la inestabilidad, la incertumbre, la ansiedad y la angustia ante la desintegración familiar y la sensación de desarraigo, acompañados de cuadros de insomnio y pesadillas recurrentes, entre otros síntomas.
Vivir bajo las sombras evadiendo la aproximación a los puestos de control y terminar siendo alcanzado por las garras de los agentes del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de Estados Unidos (ICE por sus siglas en inglés), supone las limitaciones para buscar ayuda psicológica, recibir asistencia de las redes de apoyo y acceder a los servicios de salud mental, aumentando el riesgo de trastornos por estrés post traumático, depresión y hasta ideas suicidas.
De esa manera, el abordaje de la cuestión se perfila mucho más desafiante no solo para los migrantes y sus familias, sino que, además, el reto impacta de manera directa a las comunidades y al propio Estado que los acoge a su regreso, garante de sus derechos y principal responsable de ofrecer las respuestas que podrían colocar un torniquete a la hemorragia de la tragedia que constituye la migración forzada.
Z Digital no se hace responsable ni se identifica con las opiniones que sus colaboradores expresan a través de los trabajos y artículos publicados. Reservados todos los derechos. Prohibida la reproducción total o parcial de cualquier información gráfica, audiovisual o escrita por cualquier medio sin que se otorguen los créditos correspondientes a Z Digital como fuente.