Si hiciéramos un cronograma de la presencia del cuerpo en la literatura lo veríamos jugar un rol distinto en cada época. Ahora nos concentraremos solo en tres lentes muy cercanos entre sí: el de Margo Glantz, Mario Bellatín y Ricardo Piglia.
En Mente y Materia, Erwin Schrödinger dice: “El mundo es una construcción de sensaciones, percepciones y Recuerdos”. Llevando esta idea a las obras de nuestros autores, sería fácil encontrar que en protagonistas como el Renci de Los Diarios de Piglia, las mujeres en la bibliografía de Margo Glantz y los personajes deformes de Bellatín hay solo estos valores.
En esencia son cuerpos que construyen sus mundos a partir de tratar de morderle la cola a lo que están viviendo. En ocasiones sin siquiera tener conciencia de que persiguen algo, como el dueño del Moridero en Salón de Belleza. Entre estos tres narradores hay diferencias de forma, sin embargo, el cuerpo sigue siendo central, como cobrándole un sentido a Spinoza cuando dice: “Cada ente particular es una modificación de la substancia infinita”.
Dicho de otra manera, estos personajes trastornan desde sus cuerpos el mundo de las ideas. Lo sensual en los cuerpos de Glantz ataca las luchas políticas y las convenciones desde la exploración de sus relaciones con los demás:
Una mujer de cara a una mamografía, sintiéndose un objeto aséptico. Una mujer sobre tacones enfrentándose a su entorno a costa de su propio cuerpo. Y Sor Juana, renunciando al establecimiento de sí misma para conservar el poder de su mente y el reconocimiento de su identidad, en una suerte de protofeminismo.
De otro lado, está la deformidad como filtro para construir ideas en los mundos de Bellatín: Un fotógrafo ciego o dos hermanos con sordoseguera que conversan entre sí a través de una máquina. La enfermedad y las mutilaciones como esclavas de entes que trastocan lo concreto en base a la polisemia de las lecturas. Tramas aparentemente ambiguas en las que el cuerpo se consume a sí mismo, llevándose consigo el exterior; por lo menos intentándolo.
Finalmente, está el cuerpo ante las máquinas. Si para Whitman una la articulación más pequeña de una mano avergonzaba a las máquinas, Piglia va un paso más allá, primero le da vida, luego es uno con ella. Así, el mundo que construye hace que la maquinaria perciba, sienta y recuerde.
En un juego casi sacado de la obra de Maturana y Macedonio Fernández, Piglia hace que La Ciudad Ausente gire en torno a las interpretaciones de una máquina que crea narraciones a partir de reglas informáticas. Luego, como un tropo irónico, él pasa a ser el motor de una máquina similar, hasta reducir el mundo a los movimientos de su ojo casi abatido por la esclerosis Lateral amiotrófica.
Él cierra el último elemento de esta lectura, lo que Javier Cercas llamó “el punto ciego de la novela”. Es decir, el espacio que los lectores no podemos ver en las tramas, pero que en el caso particular de estos autores es llenado por sus propios cuerpos, no ya los de la ficción. Así, entorpecen aún más lo que interpretamos, pero, digamos que un Lector Interno, rellena con información supletoria el vacío que generan.
Pd: Me fui en una divagando. Pero se acabó el espacio.
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