Uno de los problemas esenciales de la política es cómo asegurar que los que están a cargo de hacer cumplir las leyes también se sujeten a ellas. Balaguer (o Ferdinand Lassalle para algunos) no exageró al decir que la Constitución es un pedazo de papel. Las normas, por bien diseñadas que sean, son solo ideas escritas. Si bien muchos ciudadanos cumplen con su deber por convicción, la efectiva aplicación de las leyes requiere que un grupo de personas, envestidas del poder público, velen por su cumplimiento y sancionen al que las violente.
Mas si para su funcionamiento las leyes requieren que personas tan falibles como cualquier ser humano las ejecuten. ¿Quién aplicaría la ley sobre estos “vigilantes”? Varios pensadores han propuesto diferentes formulas para abordar este problema. En un extremo, Hobbes explicó que el líder político no responde a leyes ni a hombres, solo Dios puede juzgarlo (Hobbes 1660). Para Hobbes, al acordar vivir en sociedad, las personas renuncian al derecho a defenderse del gobernante y otorgan a este absoluto poder sobre sus vidas y bienes. Hobbes entendía que esta era la única forma de mantener a la sociedad unida y evitar guerras civiles.
En el otro extremo, Rousseau argumento que todos los ciudadanos están obligados a vigilar a los gobernantes (Rousseau 1762). Para él, dejar el poder político en manos de representantes es sinónimo de esclavitud. Por tanto, es el pueblo mismo que reunido (para lograr esto Rousseau entendía necesario que los estados fuesen pequeñas repúblicas) ratifica las leyes, mientras que un pequeño grupo entre ellos se encarga de ejecutarlas.
Por otra parte, en la cuna de la democracia también surgieron propuestas. Por ejemplo, en “La Republica” de Platón, Sócrates planteó que los guardianes (los líderes políticos) no deben tener bienes materiales más allá de lo que necesitan para su sustento y que deben habitar y trabajar en casas y salones con puertas abiertas para que cualquier ciudadano pueda entrar a voluntad en todo momento (416e).
Estableciendo topes al patrimonio que los gobernantes puedan tener, se eliminaría en gran medida el incentivo a aceptar sobornos, malversar fondos y abusar de su poder. Así mismo, si su privacidad fuese limitada al mínimo, la constante exposición al ojo público les dejaría muy pocas oportunidades para fraguar actos de corrupción. No obstante, el Sócrates de Platón no creía en la democracia. Para él, el estado debe ser dirigido por reyes-filósofos de manera autoritaria.
Hoy día, la propuesta de mayor difusión en las democracias nacientes es el modelo de separación de poderes y de chequeos y balances del sistema republicano. La idea principal de esta solución es descentralizar el estado y separar el gobierno en varios poderes (legislativo, ejecutivo y judicial) que sean independientes entre si (Montesquieu 1748) y que cada poder tenga incentivos y herramientas constitucionales para vigilar al otro so pena de perder su autonomía.
James Madison no pudo ponerlo de manera mas clara: “Si los hombres fueran ángeles, ningún gobierno sería necesario. Si los ángeles gobernaran a los hombres, no serían necesarios controles externos ni internos sobre el gobierno. Al enmarcar un gobierno que debe ser administrado por hombres sobre hombres, la gran dificultad radica en esto: primero debe permitir al gobierno controlar a los gobernados; Y en el siguiente lugar obligarlo a controlarse” (Federalista 51). Hay que organizar el gobierno de forma tal que la ambición contrarreste ambición (Federalista 51).
Lamentablemente, esta solución tampoco es infalible. En la práctica, el poder judicial (aún en democracias solidas como la de EE. UU.) casi siempre respalda las decisiones del ejecutivo. Además, un partido político en control del ejecutivo y con mayoría legislativa elimina los chequeos y balances. Y por si esto fuera poco, la corrupción permite que los tres poderes trabajen entre si para favorecer intereses particulares de individuos o grupos aun cuando ningún partido tenga mayoría absoluta.
En conclusión, si no podemos dejar en manos de Dios la tarea de corregir a los que gobiernan, si encargar a la población general de vigilar a los políticos es casi imposible y si las instituciones no son infalibles ante la corrupción y el juego político, entonces, ¿quién va a vigilar a los vigilantes? De acuerdo con el politólogo Robert Dahl, factores sociales como la cultura política juegan un papel más importante que el que juegan las leyes. Según Dahl, las creencias en las instituciones democráticas, la creencia en resolver conflictos a través del compromiso, la confianza en el gobierno, el acuerdo sobre las normas básicas de la sociedad, etc. son los factores subyacentes más importantes que hacen posible la democracia.
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Si la mayoría de la población o la mayoría de su liderazgo político no comparte estas creencias, o no están de acuerdo en temas como la transparencia y el uso adecuado de los recursos del Estado, de poco valen las leyes. Para Dahl, las instituciones se crean en una democracia funcionan como un mecanismo de refuerzo educativo y de capacitación mediante el cual se nutren las creencias subyacentes, pero no funcionan en sociedades en las que las creencias democráticas no están presentes.
Dahl, R. (1956). Preface to Democratic Theory. Oxford Handbooks
Hobbes, T. (1660). The Leviathan. Philosophy 302 Texts
Madison, J. (1788). The Federalist Papers : No. 51.
Montesquieu, C. L. (1750). The Spirit of the Laws. London: T. Evans, 4 vols. Vol. 1. 3/10/2019. https://oll.libertyfund.org/titles/837
Plato (380 BC). The Republic. English version of 1997 by Hackett Publishing Company, Inc.
Rousseau, J. J. (1762). The Social Contract. Yale University Press
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