La migración ha sido un fenómeno siempre presente a lo largo de la historia. Desde el origen mismo de la humanidad, las personas se trasladan de un lugar a otro con el objetivo de encontrar mejores condiciones de vida y también con fines comerciales y hasta de simple esparcimiento, entre otros.
Emigrar en búsqueda de un mayor bienestar resulta con frecuencia en una experiencia satisfactoria que contribuye a una mejor calidad de vida. Sin embargo, en muchas ocasiones se convierte en la causa de crisis desorganizadoras que pueden llegar a desestructurar al individuo, sobre todo cuando las guerras o la miseria son las causas por las que se emprende el viaje.
La migración, más que una causa de trastorno mental, constituye un factor de riesgo, ya que son muy comunes los casos de migrantes que llegan a su destino final después de atravesar muchas vicisitudes y haber sido víctimas de extorsión, confinamiento, tortura, trata y todo tipo de humillaciones, incluidas las agresiones sexuales.
Por supuesto, la severidad del impacto estará en función de las diferencias individuales, ya que las personas son distintas respecto a sus recursos de afrontamiento ante el estrés y las frustraciones.
Existe todo un conjunto de signos y síntomas que suelen acusar aquellas personas víctimas de la emigración forzada, por lo regular indocumentadas, y que algunos llaman “trauma migratorio”, aunque otros prefieren hablar del “síndrome de Ulises”, en alusión al personaje principal del poema épico “La Odisea”, atribuido al poeta griego Homero, quien se presume lo compuso en el siglo VIII a. c. En la obra literaria, Ulises, luego de pelear en la guerra de Troya, comienza su viaje de regreso, durante el cual vivió desafiantes y extenuantes adversidades.
El síndrome de Ulises se produce debido a que se dificulta la elaboración del duelo migratorio “normal”. Se trata de un cuadro caracterizado por estrés crónico, el desarraigo y la pérdida que suele provocar añoranza y depresión, al tiempo que la sensación de desamparo e incertidumbre por el choque cultural, las barreras del idioma, el desconocimiento de los propios derechos y el limitado acceso a los servicios.
El miedo a la deportación y la posible reexposición a la crueldad que se ha padecido en el país de origen, se traducen en ansiedad, angustia y un dolor infinito sin aparente escapatoria.
A todo esto, sumemos la sensación disociativa, la despersonalización, la escisión del yo, los trastornos del sueño, dificultades para concentrarse, fallos en la memoria y la somatización de los síntomas traducidos en fatigas, cefaleas y migrañas, entre otros.
El mutismo, el embotamiento afectivo y la pasividad, no son más que manifestaciones de la lucha por la supervivencia y la sensación de falta de control, indefensión y desesperanza que luego se experimenta. Ante el fracaso del proyecto migratorio y el desafío de tener que volver a empezar, es frecuente que el individuo manifieste ira y resentimiento hacia quienes considera causantes de la tragedia.
El peaje para sobrevivir, el trato vejatorio, discriminatorio, estigmatizante y deshumanizante, se traduce para muchos en incredulidad y desconfianza hacia los demás, y una sensación de vulnerabilidad, fragilidad de la propia estima y de pérdida de la dignidad que se tuvo que pagar como precio por hacer realidad un acariciado sueño.
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