Hinchas siguen la ruta del vehículo que transporte los restos de Maradona I Foto: EFE Enrique García Medina.
El 2020 será recordado como el año de la pandemia por el covid-19, con sus distintas secuelas que van más allá de la crisis sanitaria, extendiendo sus tentáculos hasta el ámbito financiero y la salud mental, entre otras esferas de nuestra dinámica cotidiana.
De igual manera, durante el año que recién concluyó, nos tocó dar el último adiós a muchas celebridades que partieron de esta tierra (algunos por el covid-19), dejando tanto en sus admiradores como en otras personas sentimientos de tristeza y, en ciertos casos, verdaderos cuadros depresivos.
En el plano internacional, figuras como el futbolista Diego Armando Maradona, el baloncetista Kobe Bryant, los cantantes y compositores Armando Manzanero y Pau Donés, el intérprete de salsa Tito Rojas, el actor y productor de cine Sean Connery, y el también actor y, además, director de cine, Terry Jones, dejaron de existir ante la conmoción de miles de sus seguidores que manifestaron su pesar a través de las redes sociales y otros medios.
De igual manera, en nuestro país sufrimos la pérdida de varias personalidades, cuya ausencia aún impacta a muchos de aquellos que les rindieron tributo durante décadas.
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Entre estas luminarias podemos citar al cantautor y guitarrista Víctor Víctor, los merengueros Vinicio Franco y Cheché Abréu, el cantante y compositor Sandy Carrielo (Sandy MC) y la diseñadora de modas Jenny Polanco.
¿Por qué nos duele tanto la muerte de los famosos? ¿Por qué ocurre esto aún en aquellos casos en que no nos consideramos seguidores o fervientes admiradores de su trabajo?
Conozco personas que, ante el fallecimiento de su ídolo, no solo lo lamentan y se entristecen, sino que cursan ciclos de duelo de la misma manera que si se tratase de un amigo o pariente cercano.
Existen tres razones fundamentales para que nos sintamos estremecidos ante la partida definitiva de una celebridad. En primer lugar, la mayor parte de las veces se trata de personas a quienes admiramos y con cuyas canciones, películas, jugadas… en fin, todo tipo de éxitos y hazañas, crecimos. Un gran número de nuestras experiencias pretéritas y nuestros recuerdos están asociados a sus propios logros, lo cual los hace parte de nosotros mismos y nuestras historias de vida. Por consiguiente, sentimos que, con su partida, se desgarra una parte de nuestra existencia.
Por otro lado, tendemos a proyectar todo lo que somos en esas estrellas que para nosotros constituyen referentes, nuestros vacíos, temores, esperanzas y expectativas.
De esta manera, llegamos a identificarnos con ellas y con su trayectoria mediante sentimientos de empatía, de manera tal que experimentamos una suerte de fusión con ellas y con todo lo que les sucede.
El temor a la muerte también opera como un mecanismo que vulnera nuestro estado de ánimo ante la desaparición física de las figuras públicas con altos niveles de notoriedad o a quienes idolatramos. Vivimos en una sociedad que rinde culto la vida, a la juventud y al placer. Reprimimos los temas relacionados con la muerte y el luto, pretendiendo que la vida es infinita.
Sin embargo, el fallecimiento de aquellas personas que nos parecían invulnerables tiende a develarnos que nuestra vida también se acabará algún día, porque nos enrostran nuestra propia vulnerabilidad y la imposibilidad de escapar de la muerte, tarde o temprano.
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