Hace casi cinco años, en las intersecciones conformadas por las avenidas Jiménez de Moya y Sarasota, un joven de apenas 25 años dio muerte de un disparo en la cabeza a uno de los popularmente conocidos como “limpiavidrios”, los cuales se dedican a “lavar” los cristales de los vehículos que se encuentran a la espera del color verde de los semáforos sin necesariamente contar con la autorización de la persona que va al volante. Se habría producido una tensa discusión, dada la negativa del conductor a aceptar la oferta, a lo cual el limpiavidrios hizo caso omiso.
Han transcurrido alrededor de 20 días después del segundo deceso vinculado al tema de los limpiavidrios. Los dominicanos fuimos testigos de uno de los homicidios más estremecedores de los últimos lustros. Un policía municipal segó la vida de un ciudadano cuando este se disponía a mediar entre las autoridades y un presunto limpiavidrios en el contexto de un operativo, cuyo objetivo era retirar a estos mozalbetes de la vía pública. El hecho ocurrió en la avenida Los Próceres esquina John F. Kennedy. Se trató de una verdadera ejecución de cuya conmoción la sociedad aún no se recupera.
Agresiones verbales que terminan con violencia física y hasta con la vida de una de las partes enfrentadas se han vuelto comunes en nuestras calles y avenidas durante los últimos años. También hemos sido testigos de abiertos desafíos de muchos conductores a los agentes de la Dirección General de Tránsito y Transporte Terrestre (Digesett). El caso más reciente, donde una ciudadana maltrata física y verbalmente a uno de estos servidores públicos cuando se disponía a fiscalizarla, debe ser considerado la gota que derramó la copa del desafío a las autoridades, ya que pone al desnudo la falta de temor por parte de muchos ciudadanos a las consecuencias por las transgresiones a la ley.
La democracia constituye un pacto donde los ciudadanos conservamos una serie de derechos a cambio de cumplir con ciertos deberes. En ese sentido, el artículo 42 de nuestra Carta Magna estipula que los dominicanos tenemos derecho a que se nos respete nuestra integridad, no sólo física, sino también psíquica y moral, y a vivir sin violencia. Naturalmente, se trata de un derecho fundamental cuya garantía con frecuencia se pone en tela de juicio, convirtiéndose en un verdadero desafío para nuestra salud mental.
Sin embargo, la misma Constitución refiere en su artículo 75, ordinal 2, como uno de nuestros deberes fundamentales, respetar y obedecer a las autoridades establecidas. Un país donde cada ciudadano se autoerija en su propio gobierno es la peor receta para el progreso, la paz y la convivencia social.
Es por eso que, si situaciones como las descritas anteriormente no son contrarrestadas de inmediato y de manera decidida (aunque con un uso legal y proporcional de la fuerza, por supuesto), nos estaríamos exponiendo a la ocurrencia de otras tragedias, las cuales traerían consecuencias sociales mucho más difíciles de revertir.
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