Ante la ocurrencia de un desastre natural, las primeras medidas deben estar orientadas hacia el rescate y la subsistencia de las víctimas, no hay dudas. Suministrar medicamentos, curar heridas, abastecer de agua y alimentos, así como también procurar albergues, representan las prioridades más inmediatas.
Sin embargo, la salud mental no puede soslayarse en ninguna de las fases del proceso, puesto que la misma constituye una condición fundamental para garantizar el bienestar de las personas. De hecho, la salud física y la salud mental funcionan como un sistema, con unos niveles de interdependencia que exigen su atención simultánea.
Las víctimas de un desastre natural no solo incluyen a aquellos que reciben el impacto directo del daño, sino también a sus familiares y amigos cercanos, al personal que integra los equipos de asistencia y a los miembros de la comunidad donde se produjo la tragedia. Todos ellos, aunque de manera diferente, presentan vulnerabilidad ante estos eventos, en función de una serie de variables que incluyen los programas y las políticas de prevención, el entrenamiento previo y la capacidad individual de resiliencia.
Para muchas personas, atravesar un terremoto o un ciclón (entre otros desastres naturales) no deja de ser una experiencia sin consecuencias a largo plazo. Sin embargo, una gran cantidad de las víctimas no corre la misma suerte. A ellas los movimientos telúricos de gran magnitud, así como la furia de los vientos y la inclemencia de las precipitaciones, no solo les arrebata a sus seres queridos y sus propiedades, sino que también les derrumba su organización y realidad habitual, sumergiéndolas en una mezcla de sentimientos relacionados con la ruptura de su equilibrio psíquico y el significado de la vida.
Se trata de verdadero un drama humano, una demanda que excede la capacidad de adaptación y donde el número de casos es tan elevado que no es posible gestionarlos con los servicios rutinarios de emergencia, requiriendo respuestas coordinadas y multisectoriales, incluida la colaboración activa de la propia comunidad.
Ansiedad, pánico, excitación psicomotriz, taquipsiquia, despersonalización, reexperimentación del evento traumático, evitación de los estímulos asociados al trauma, pesadillas, dificultad de concentración, pesimismo e ideas suicidas, son algunas de las marcas del colapso que dejan a su paso estos fenómenos. En algunos casos se pueden observar retraimiento y aplanamiento afectivo.
Estos síntomas y signos podrían traducirse en cuadros más complejos, por lo que los trastornos por estrés agudo y postraumático, así como también los trastornos depresivos y disociativos, y el consumo de sustancias psicoactivas, desafían aún más las labores de los organismos de asistencia.
Ante crisis en la salud mental de esta magnitud, el abordaje ha de enfocarse en el acompañamiento y la facilitación de la expresión verbal de las emociones. El suministro de información veraz y oportuna procurará esclarecer los hechos y situar en el contexto a las víctimas. Para ello, es fundamental el apoyo de las redes familiares y la conexión con referentes. En algunos casos será necesario la medicación.
Todas estas medidas tienen como objetivo restituir la esperanza a seres humanos severamente golpeados por el dolor, el sufrimiento y la sensación de abandono y desamparo, mostrándoles el camino que les indique cómo volver a levantarse y empezar de nuevo.
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