Un viejo refrán dice que el dinero no cambia a las personas, sino, más bien, revela lo que siempre han sido. Extrapolando a las redes sociales ese popular adagio, puedo decir que las mismas no han empeorado a la gente, porque de lo que se trata es de que han vuelto mucho más ostensibles los defectos y las miserias humanas al facilitar hasta niveles sin precedente la libre expresión y difusión del pensamiento, así como también la expansión y la promoción de toda suerte de comportamientos moralmente cuestionables.
Las redes sociales, a pesar de la oportunidad que nos brindan para reforzar las actitudes prosociales, también nos han permitido tener más acceso a ese mundo casi inescrutable de la mente humana, donde podemos encontrar fósiles de miedos, inseguridad, instinto de supervivencia y defensas contra las amenazas. No faltan las autodefensas, solapadas bajo diversos mimetismos con los que perseguimos protegernos de nuestros propios temores y de la ansiedad que genera el descubrirnos imperfectos y vulnerables, sobre todo cuando se carece de suficientes recursos de afrontamiento para evitar daños a nuestra salud mental.
Aunque algunos de estos lastres propios de nuestra especie se expresan de manera primaria y desembozada, otros se escurren a hurtadillas entre los intersticios de simbolismos, falacias argumentativas, cuentas que han pasado el filtro de los dogmas y las convenciones sociales, liderazgos legitimados sobre la base de saciar los apetitos de miles de seguidores que proyectan su realidad en aquellos que han elegido como sus referentes, y comentarios que desconciertan a los más acuciosos observadores cuando advierten que reflejan la paradoja entre los valores que pretenden promover y la estela de insidia que su ambigua cola va dejando como impronta.
En las redes sociales pulula el egocentrismo y el etnocentrismo que, como resultado de nuestro proceso de socialización, vamos confinando en una jaula de oro que hemos llamado “civilización”, una verdadera prisión para nuestros despropósitos contra el amor al prójimo y la convivencia social, los cuales ensordecen con sus alaridos, y también para nuestra afrenta al heliocentrismo que alguna vez nos enrostró que no somos el eje del universo.
En las redes sociales pululan las posiciones maniqueístas y polarizadas. Perdemos la perspectiva y la ecuanimidad, cuando pretendemos que las propias opiniones han de ser universales, obligando a los demás a abandonar las suyas y endosar las nuestras. Nos autoerigimos como los “buenos”, mientras que aquellos ubicados al otro lado de la calzada son los “malos”, por lo que no deben ser siquiera tomados en cuenta, porque no valen un centavo.
De esta manera, la democracia se desvirtúa, pasando los procesos a convertirse en propiedad exclusiva de una mayoría ("los buenos”) capaz de desconocer hasta los derechos más fundamentales de aquellos que han violentado la ley. Porque todo “depende”. Naturalmente, cuando la minoría ("los malos”), logra alcanzar el poder o asumir posiciones hegemónicas en cualquier escenario, entonces las percepciones cambian y los roles se invierten.
Nuestros anhelos de justicia se traducen en verdaderos fuegos artificiales, tan solo un recurso retórico con el que pretendemos escudar la propia complacencia, en detrimento de la tolerancia y la empatía necesarias para vivir en armonía con los demás.
Esto no lo trajeron las redes sociales. Ellas tan solo lo han desnudado.
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