"Lo único seguro es la muerte". Así reza una frase popular que alude a la inminencia del final de nuestros días, un acontecimiento que, tarde o temprano, llegará, sin importar las trampas que pongamos para retrasar el reloj que galopa hacia esa hora fatal y cuyo ensordecedor tic tac nos recuerda que no estamos en la tierra para siempre.
La pandemia del COVID-19 nos ha colocado a todos ante la incontrovertible finitud de la vida, cuando la muerte cabalga por nuestras desoladas calles provocando que huyamos despavoridos para refugiarnos en nuestros hogares y enrostrándonos la vanidad que permea nuestros "éxitos" hasta embriagarnos y olvidarnos de lo vulnerables que somos.
A la mayor parte de las personas no les gusta hablar de este tema. Algunas son presas de la "tanatofobia" o temor irracional a la muerte y todo lo relacionado con ella, presentando comportamientos obsesivo-compulsivos, hipocondría o preocupación excesiva por la salud, ansiedad, crisis de pánico e insomnio, entre otros síntomas.
La muerte nos coloca en las garras de una tétrica incertidumbre, al tiempo que nos plantea cuestiones sobre el sentido de la vida y en las que el estridente ruido de la cotidianidad no nos permite reparar, reprimiendo nuestras angustias y nuestros temores.
- Lee también: Cinco errores gerenciales de Castaños Guzmán
De esta manera, nos dejamos envolver en la quimera de la inmortalidad cuando los años y las cicatrices que nos dejan las mil batallas libradas en las trincheras de este mundo, han ido escribiendo sigilosamente nuestro ineludible epitafio.
Nos pasamos la vida persiguiendo el éxito y la fama que obnubilan nuestros sentidos y nos hacen víctimas de una miopía espiritual que nos impide ver que más allá se encuentra la gloria imperecedera de nuestras almas.
Vivimos procrastinando nuestras deudas pendientes con Dios, esperando el momento "ideal", obviando que quizás la muerte tenga planes diferentes para nosotros.
Vivir cada día apoyados en la idea de que somos inmortales no nos permite proyectar con realismo y tomar decisiones oportunas por nuestra felicidad espiritual.
Debemos hacernos conscientes de que no contamos con toda la eternidad para asumir nuestra vida con un sentido de responsabilidad y trascendencia.
- Lee también: 18 de febrero: ¡Que vivan los estudiantes!
Dios nos brinda en cada puesta del sol un instante para pasar balance a lo que estamos haciendo con ese don que llamamos vida. También nos da en cada amanecer una oportunidad para volver la mirada a aquel perdón que dejamos de otorgar y también a aquél que nunca supimos pedir. Es tiempo de volver la mirada a la familia y a aquellos amigos que perdimos en las tinieblas de la distancia, a los más vulnerables cuya carga no supimos aliviar, a aquellos que no escuchamos en el momento que más lo necesitaban.
Tampoco dejemos pasar esta ocasión para sanar aquellas heridas internas que han permanecido abiertas debido a la autoflagelación, cerrando círculos y apegados a la firme convicción de que después de la tempestad vuelve la calma y de que lo mejor de nuestra historia aún está por venir. Todo ello bajo la premisa de que Dios nos ha de dar otra oportunidad para escribir nuestro más célebre capítulo.
Así, cuando llegue el ineludible final, sentiremos que habrá valido la pena vivir con verdadero propósito, y partiremos en paz con nosotros mismos, con los demás y con Dios.