Hay quienes dicen que en nuestra República Dominicana “no hay institucionalidad”.
Otros/as afirman que “esta tiene serios déficits”.
Pero también están presentes en los medios quienes afirman que ella no existe, o es muy débil, porque aquí “no se respetan ni la Constitución ni las leyes vigentes”.
Esas consideraciones -impregnadas de una concepción liberal-burguesa de la democracia y una visión sobre democracia, representación y poderes del Estado basada en el liberalismo y en el neoliberalismo- procuran ilusionar a la gente con la misión imposible de construir sobre la base de la Constitución y las leyes actualmente vigentes, instituciones fuertes y democracia representativa capitalista, evadiendo de paso la realidad de nuestro país para entonces evadir las transformaciones necesarias.
Y no es que aquí no exista una institucionalidad determinada, y menos aun que la que se ha implantado sea débil. Aquí ha existido, con determinadas variaciones, una institucionalidad fuerte, sólo que poco tiene que ver con la democracia liberal representativa y menos aun con una democracia participativa o directa, siempre a mil años luz por demás de una democracia socialista.
Aquí las instituciones responden a un capitalismo dependiente altamente gansterizado, gestionado políticamente por un sistema de partidos y una tecnocracia impregnada en grande por el neoliberalismo privatizador y concentrador de propiedad, ingresos y poder.
Imbuido todo el sistema, además, por una elevada comercialización de la política, que potencia el clientelismo, la corrupción y la usurpación del poder del Estado y su patrimonio por los jefes políticos, militares y empresariales del bloque dominante.
Condicionado también por las inversiones reproductivas del gran capital en campañas y candidaturas; por la narco-política y la cultura tradicional autoritaria y despótica; especialmente por sus expresiones caudillistas, trujillistas, balagueristas, neo-trujillistas y neo-balagueristas.
Todo esto cruzado por un mecanismo nacional, conectado a redes internacionales, que permanentemente generan corrupción, sobre-explotación y saqueo, bajo protección de un régimen de impunidad conformado por el Ministerio Público, el Poder judicial y las entidades fiscalizadores al servicio de las mafias políticas, militares y empresariales; siempre manipulado desde la sede del gobierno de turno.
Esa es la institucionalidad vigente, sustentadas esencialmente en el sistema jurídico-político establecido y en sus actuales bases constitucionales (Constitución del 2010), con mucha fuerza y poder para violar o desconocer lo que de ellas circunstancialmente no le convenga.
Una dictadura, en fin, formalmente institucionalizada, corrupta y corruptora, montada sobre una dictadura de clase bajo el mando de 10 familias súper-ricas, resultado de un prologado devenir anti-democrático, salpicado de efímeros periodos de liberalización.
Esta ha sido una institucionalidad tan fuerte, que se recicla con reelecciones y con alternancias, que todavía no ha podido ser quebrada, aun en medio de una aguda y progresiva crisis de legitimidad y de una enorme desconfianza popular en sus protagonistas.
Una institucionalidad en la que la vía electoral bajo su control se ha tornado en medio para su reproducción, exigiéndonos volcar el poder del pueblo a las calles para ponerle fin y crear lo nuevo, ya que de poco han valido remiendos y cambios de rostros y de partidos entre quienes la regentean.
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