Para la mayoría de dominicanos, la figura de Fray Antón de Montesinos no representa nada más que una estatua erigida en la plaza que lleva su nombre y que hoy constituye un atractivo turístico. Muchos ignoran su esencia y la razón por la que el monumento retrata al fraile la palma de una de sus manos próximo a su boca, como si estuviese vociferando algo.
Pues bien, para orgullo de todos los dominicanos, lo que esa plaza pretende perpetuar en nuestra memoria colectiva, es lo que más de uno considera la primera defensa pública de los Derechos Humanos no solo en América, sino en la historia de la humanidad.
Fue el 21 de diciembre del año 1511, el cuarto domingo de Adviento, cuando, en representación de la orden de los dominicos, Fray Antón de Montesinos pronunció lo que más adelante se conocería como el "Sermón de Adviento", donde denunciaba las vejaciones de que eran víctimas los nativos por parte de los conquistadores. Y lo hizo nada más y nada menos que frente a las propias autoridades de la colonia española de Santo Domingo, vale decir, el virrey don Diego Colón y varios encomenderos que esclavizaban a los indígenas, privándoles de alimentos y medicinas, provocando con ello el exterminio de los aborígenes no solo en la isla de Santo Domingo, sino en todo el Caribe.
La reacción de las autoridades no se hizo esperar y, en visita al convento de los dominicos, emplazaron a los sacerdotes a retractarse durante la homilía del domingo siguiente, 28 de diciembre, de lo que consideraron una afrenta. La respuesta de los dominicos consistió, por lo contrario, en ratificar los términos de su vehemente denuncia, nueva vez con la fogosa oratoria de Fray Antón de Montesinos, en aquel púlpito que hizo palpitar el corazón del Padre Las Casas, un encomendero que luego tomó los hábitos y gracias al cual hoy sabemos de aquel inmarsecible capítulo de la conquista española.
Lo que quisiera resaltar de este hito es, en primer lugar, la firmeza y el coraje de aquellos sacerdotes que, rubricando con tinta sagrada la conciencia de la época, mantuvieron, sin doblegarse ante el poder, sus convicciones y su decisión de defender la dignidad que Dios regaló a cada ser humano, sin discriminación de ningún tipo.
En segundo lugar, salta a la vista la doble moral de la clase gobernante de entonces, permeada por aquel discurso que cuestionaba las tartufadas de los que utilizaban la casa del Altísimo como manto con el que ocultaban su verdadero credo hundido en el estiércol del trato cruel al prójimo: a Dios orando y con el mazo dando.
Finalmente, "La voz que clama en el desierto", como fue titulado el sermón (de ahí la estatua simulando un grito), aún en nuestros días, coloca a la clase política ante el desafío de garantizar el respeto a la dignidad y los Derechos Humanos de aquellos cuyo clamor por una sociedad más justa se ahoga entre los intersticios de un crecimiento económico que demanda una prosperidad mejor compartida.
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