"No sé con qué armas se librará la Tercera Guerra Mundial, pero la Cuarta Guerra Mundial se peleará con palos y piedras"-Albert Einstein.
El presidente Biden, tras una prolongada y aparente resistencia, ha autorizado finalmente el uso de armas de largo alcance de fabricación estadounidense -el Sistema de Misiles Tácticos del Ejército de EE. UU. (ATACMS)- para llevar a cabo ataques contra el territorio ruso reconocido internacionalmente. La autorización para emplear estos misiles con un alcance de hasta 300 kilómetros fue confirmada inicialmente el 17 de diciembre por The New York Times. Al día siguiente, el alto representante de la Unión Europea para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad, el beligerante Josep Borrell, reafirmó esta información. Más recientemente, el secretario de Estado adjunto para Asuntos del Hemisferio Occidental, Brian Nichols, intentó justificar torpemente la medida, calificándola como un mecanismo para garantizar la autodefensa de Kiev y presionar a Rusia a negociar un acuerdo de paz.
Algunos medios occidentales han celebrado esta decisión argumentando que representa “un cambio importante en la política estadounidense”. Omiten el alarmante grado de peligrosidad que implica e ignoran las implicaciones del reciente ajuste en la doctrina militar de Rusia, ratificada recientemente por el presidente Putin. Este cambio, motivado por el masivo suministro de armamento a Ucrania y el apoyo logístico de alta tecnología por parte de las potencias nucleares occidentales, establece un principio decisivo: “Cualquier agresión contra Rusia por parte de un Estado no nuclear, respaldada o apoyada por un Estado nuclear, será considerada un ataque conjunto”.
El discurso justificativo de la escalada del conflicto añade un elemento relativamente novedoso: “enviar un mensaje a los norcoreanos de que sus fuerzas son vulnerables y que no deberían enviar más”. Esto, a pesar de que Rusia no confirma oficialmente la presencia de tropas norcoreanas en Kursk. La realidad es que dicho argumento ignora la realidad en Ucrania, donde no solo se suministra y utiliza armamento occidental de última generación, sino también que es conocida la activa participación de mercenarios, instructores militares y asistencia técnica altamente especializada. Este nivel de intervención directa termina confirmando la percepción de que los países de la OTAN están involucrados de manera abierta en el conflicto, ahora a un nivel extremadamente peligroso para la paz mundial.
El interés en promover una escalada sin precedentes, cuyas consecuencias podrían ser inimaginablemente destructivas para el mundo, parece orientarse a forzar a Rusia, en línea con su reformada doctrina militar, a adoptar represalias. Esto ocurre sin una reflexión seria sobre las devastadoras implicaciones globales, o bajo la ilusoria premisa de que los países miembros de la OTAN serían inmunes a los impactos económicos, infraestructurales y sociales que una escalada de este nivel podría desencadenar.
La gravedad de este escenario se ve amplificada con el reciente intento fallido de las fuerzas ucranianas de atacar una instalación en la provincia rusa de Briansk, utilizando los mencionados misiles balísticos tácticos, en la madrugada del martes 19 de noviembre. Este incidente no solo confirma el papel activo en el conflicto de las potencias occidentales en la medida en que las tropas ucranianas, por sí solas, carecen de la capacidad técnica para operar este tipo de armamento avanzado, que depende de sistemas de reconocimiento espacial de última generación, un recurso indispensable que Ucrania no posee.
Este nivel extremo de intervención externa no solo revela el rol estratégico de las potencias occidentales en la escalada del conflicto, sino que también incrementa significativamente el riesgo de una respuesta rusa de magnitudes impredecibles. En el peor de los escenarios, podría activarse el principio fundamental de la renovada doctrina militar rusa, con consecuencias catastróficas para la humanidad y la estabilidad global. Pretendiendo que Rusia es como Irak, Siria, los Balcanes, Libia o Afganistán, Estados Unidos y sus adláteres incondicionales parecen estar empujando al mundo hacia un abismo sin retorno, buscando además neutralizar las intenciones declaradas de Donald Trump de poner fin al conflicto en cuestión de días.
Es de esperar que prevalezca la razón, que las malsanas intenciones de los complejos militares occidentales y los intereses políticos que los respaldan sean contrarrestadas, y que la humanidad nunca llegue a enfrentarse a un desenlace que resultaría irremediablemente devastador.
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