Endeudamiento externo: desafíos y oportunidades para el desarrollo

miércoles 4 septiembre , 2024

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Julio Santana | Foto: Julio Santana

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A finales de los años 70, nuestro país, junto a muchos otros, aprovechó el exceso de liquidez disponible en los mercados financieros internacionales. Esta situación representaba una oportunidad única para canalizar, de manera responsable, grandes sumas de dinero hacia proyectos de infraestructura y otras iniciativas necesarias para un auténtico proceso de desarrollo progresivo.

Sin embargo, es importante reconocer que no todos los países gestionaron eficientemente estos recursos. El hecho generalizado es que los círculos gubernamentales y de poder se inclinaron casi exclusivamente —y en muchos casos de manera irresponsable, con una perspectiva cortoplacista— por utilizar esta abundante oferta de fondos de la banca extranjera para complementar el insuficiente ahorro interno. Además, parte de estos préstamos se destinó a satisfacer los intereses de una cultura política esencialmente clientelista y patrimonialista, que carecía, y todavía carece, de compromiso con el futuro de la nación.

El uso irresponsable de la abundancia financiera desencadenó una serie de problemas que allanaron el camino para la implementación de los programas de ajuste y estabilización de la época. Posteriormente, estos fueron seguidos por los programas de ajuste estructural (PAE), impulsados por el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial. Estas iniciativas buscaban estabilizar la crisis de liquidez de los países deudores y mitigar el considerable riesgo que representaba para la estabilidad política y económica global. Al mismo tiempo, otros factores agravaban la situación, como la crisis del petróleo, las diversas recesiones económicas y la estanflación que caracterizaron esos años.

Las políticas impuestas por las mencionadas instituciones incluyeron un drástico recorte del gasto social, devaluación de las monedas, eliminación de las restricciones al comercio exterior y la reducción de  los  programas  de subsidios, lo que puso en peligro a los sistemas productivos nacionales, ya de por sí débiles. En medio de la agitación social, estas instituciones promovieron un enfoque en el rendimiento económico a través de exportaciones directas y la extracción de recursos naturales, protegieron la inversión extranjera directa mediante la modificación o eliminación de las normativas vigentes, y facilitaron la apertura de mercados bursátiles domésticos. Todo ello resultó en una feroz austeridad, afectando principalmente a los más vulnerables.

Con las fuentes de financiamiento interno secuestradas, los países menos desarrollados experimentaron un incremento significativo en la relación Deuda/PIB, pasando en muchos casos de menos del 20% a más del 60%. También se observó un aumento considerable en la participación de la banca comercial en el total de las fuentes de crédito externo del sector gubernamental. Simultáneamente, las condiciones iniciales del endeudamiento externo sufrieron una transformación sustancial, especialmente en términos del período promedio de vencimiento y las tasas de interés nominal de las voluminosas obligaciones adquiridas.

La declaración de moratoria por parte de México, seguida por Brasil, fue una clara manifestación del empeoramiento de la situación. Ante esto, la mayoría de los países optaron por dejar en manos de la banca transnacional y sus instituciones afiliadas la solución al inédito problema de los impagos.

En el caso dominicano, el problema principal que enfrentaba su economía y sociedad no residía —y aún no reside— únicamente en el fenómeno de la deuda, sino en la falta de un enfoque sistémico, objetivo y responsable para abordar las raíces de sus desequilibrios económicos, financieros y sociales. Este es un desafío pendiente que esperamos sea finalmente enfrentado —aunque no necesariamente resuelto por completo en 4 años— por la actual administración del presidente Abinader.

En este contexto, parece inútil hablar de una reforma fiscal sin abordar la necesidad de un enfoque integral para corregir las deficiencias del sistema productivo nacional, caracterizado por su baja productividad y un desarrollo tipo enclave. También deben considerarse las persistentes deficiencias institucionales, la corrupción y la impunidad que continúan sin sanción judicial definitiva, la significativa y generalizada evasión fiscal, el gasto público mal diseñado, los problemas del sector eléctrico —de naturaleza principalmente política—, la rigidez del sistema financiero y la falta de confianza en la representatividad política.

Para abordar estos desafíos, es fundamental implementar reformas estructurales profundas que incluyan una fiscal integral. Ella debería ampliar la base imponible y asegurar una distribución más equitativa de los recursos fiscales. Además, es decisivo desarrollar una estrategia nacional que mejore la eficiencia energética y aborde de manera definitiva la reforma del subsector eléctrico. También establecer un marco de gestión para los demás problemas estructurales de larga data, utilizando indicadores claros de progreso para cada medida adoptada. Es esencial mantener un ritmo constante en la ejecución de estas reformas y en la planificación, garantizando una comunicación transparente y oportuna sobre los avances de las iniciativas, muchas de las cuales han sido postergadas repetidamente.

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Julio Santana

Economista (Ph.D) y especialista en sistemas nacionales de calidad, planificación estratégica y normatividad de la Administración Pública. Fue director de la antigua Dirección de Normas y Sistemas de Calidad (Digenor).

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