El pasado 19 de mayo, Donald Trump y Vladímir Putin conversaron por teléfono durante más de dos horas para examinar la posibilidad de un alto al fuego entre Rusia y Ucrania a lo largo de todo el frente. El saldo inicial fue esperanzador: Putin calificó el intercambio de “productivo, sustancial y bastante franco”, mientras que Trump lo consideró “muy útil y excelente”.
Putin agradeció la mediación estadounidense, pero advirtió que cualquier paz sostenible exige ir a las raíces del conflicto. Entre esas causas incluyó la renuncia de Kiev a la OTAN, el reconocimiento de los territorios incorporados a la Federación Rusa tras referendos masivos, la desnazificación efectiva del aparato estatal, la plena restitución de la Iglesia Ortodoxa canónica, la prohibición de desarrollar armas nucleares y garantías reales para los millones de rusoparlantes que viven en Ucrania. Solo con esos elementos—insistió—podrían fijarse principios, cronogramas y salvaguardas de un alto al fuego provisional que conduzca a un arreglo duradero y mutuamente aceptable.
La reacción del presidente ucraniano, cuyo mandato constitucional ya expiró, fue diametralmente opuesta. Aunque cumplió con el canje de un millar de prisioneros, intensificó los ataques sobre territorio ruso, incluidas ciudades fronterizas, y reiteró su aspiración a ingresar en la OTAN. Rechazó de plano ceder los territorios bajo control ruso, descartó cualquier desarme y recordó a Trump que “no se debe decidir nada sobre Ucrania sin los ucranianos”. Su disgusto creció cuando el presidente estadounidense subrayó el potencial de reactivar el comercio bilateral con Moscú.
En Europa, la llamada se recibió con una mezcla de alivio y estupefacción. Dirigentes comunitarios celebraron la reapertura del diálogo entre las potencias, y el secretario general de la OTAN, Mark Rutte, reconoció que hasta enero no existía un canal directo con Moscú y atribuyó a Trump el mérito de reabrirlo. Sin embargo, queda la incógnita de por qué las capitales europeas descuidaron durante años una relación de buena vecindad con Rusia. La realidad es que el oso ruso, elevado a enemigo retórico, sigue impulsando enormes negocios militares. Bruselas se plantea emitir 800, 000 millones de euros en deuda para rearmarse, en línea con el reclamo de Trump de que cada Estado miembro aporte hasta el 5 % de su PIB a una alianza atlántica que muchos analistas de renombre describen como “obsoleta”.
La voluntad de prolongar la guerra se hizo aún más patente cuando los socios de la OTAN anunciaron la decimoséptima ronda de sanciones contra Rusia justo mientras Washington aseguraba no imponer nuevas medidas. El paquete europeo apunta al sector energético ruso, a unos doscientos buques de la llamada flota en la sombra, a la Bolsa de Divisas de San Petersburgo y a la Agencia Estatal de Seguro de Depósitos. Alemania—el país que en el siglo pasado lideró con fanatismo la causa nazi—exhorta ahora a Estados Unidos a endurecer la presión, convencida de que asfixiar al Kremlin obligará a los rusos a aceptar condiciones favorables a Kiev (el balance de las sanciones no enseña eso). En Berlín aflora un revanchismo latente que busca no solo estrangular el sector energético ruso, sino ganar tiempo para que las fuerzas de Zelensky refuercen sus defensas bajo un eventual alto el fuego incondicional.
Ese boicot a la vía negociadora se refuerza con la decisión occidental de levantar las restricciones al uso de armamento de largo alcance por parte de Kiev. El canciller alemán Friedrich Merz anunció que “ya no existen límites de alcance”, declaración que, en la práctica, implica la participación directa de la OTAN: sin la inteligencia satelital aliada, tales ataques serían imposibles. Con ello se roza la declaración de guerra a Rusia y se acerca al planeta a la orilla de una conflagración nuclear.
La paz se aleja aún más. Según The New York Times, Washington autorizó el traslado a Ucrania de un centenar de misiles Patriot y 125 cohetes de artillería de largo alcance procedentes de reservas alemanas. Surgen entonces preguntas inevitables. ¿Para qué sirvieron las dos horas de conversación entre Trump y Putin? ¿Ha renunciado Estados Unidos a su ambición pacificadora o simplemente ha optado por satisfacer a los sectores militaristas europeos a cambio de concesiones comerciales tras amenazar con aranceles del 50 %? Mientras los ataques ucranianos se intensifican, ¿debe Rusia quedarse de brazos cruzados o responder y dejar pasar la oportunidad de un alto el fuego definitivo?
En última instancia, el hilo que separa un acuerdo histórico de una catástrofe global se vuelve cada día más delgado. Trump y Putin han entreabierto una puerta que los hechos-las sanciones sin tregua, el rearme europeo y la expansión del rango de los misiles-amenazan con cerrar antes de que nadie la cruce. La historia demuestra que ninguna guerra concluye mientras las potencias que la sostienen sigan cosechando réditos políticos o económicos derivados de su prolongación. La única vía sensata consiste en convertir las buenas palabras en compromisos verificables y abandonar la retórica de la disuasión infinita para abrazar la diplomacia de concesiones mutuas y garantías recíprocas. Si persiste la inercia belicista, el teléfono podría volver a sonar, pero quizás entonces ya no queden puertas abiertas-ni tiempo-para atravesarlas.
Z Digital no se hace responsable ni se identifica con las opiniones que sus colaboradores expresan a través de los trabajos y artículos publicados. Reservados todos los derechos. Prohibida la reproducción total o parcial de cualquier información gráfica, audiovisual o escrita por cualquier medio sin que se otorguen los créditos correspondientes a Z Digital como fuente.