La palabra “poder” atrae, emociona y cautiva. El poder es sinónimo de influencia, de control y obediencia, de dominio y sumisión. Las relaciones de poder han estado presentes a lo largo de toda la historia, puesto que se trata de un recurso necesario para sustentar el orden y una jerarquía que legítima la coerción social y el uso de la fuerza por parte de los poderosos en caso de que sea necesario. Todo ello, a los fines de garantizar la convivencia del grupo.
Desde que somos niños se nos enseña a amar el poder. Mediante el proceso de socialización, aprendemos no solo a obedecer en base a un sistema de recompensas y castigos que comienza en el mismo hogar, sino que también nos acostumbramos a acumular poder. Esa realidad se hace tan patente que, en algún hito de nuestro desarrollo y a fuerza de las experiencias, advertimos que se trata de un gran aliado para lograr nuestras metas, porque tener poder es hacer cosas y no tenerlo nos expone a todo tipo de abusos por parte de aquellos que lo ostentan.
El poder está muy asociado al liderazgo, pero ambos conceptos no son sinónimos. El líder tiene poder, pero son comunes los poderosos sin liderazgo. Se puede obtener el poder mediante el dinero y otros tipos de recompensas, el ejercicio de un cargo, el engaño y hasta la coerción o la fuerza. En cambio, el líder constituye un referente y un ejemplo que inspira. El poder del líder está indefectiblemente enfocado hacia el bien común y el bienestar del grupo.
Sin embargo, el exceso de poder puede resultar contraproducente para la salud mental de algunas personas, llegando a afectar su personalidad y sus relaciones con los demás. Esto no ocurre de la noche a la mañana. El síndrome se va gestando en la propia familia y a medida que se va acumulando tanto poder que el mismo se convierte en la principal fuente de placer.
El apego al poder es muy común en todas las organizaciones, desde la familia hasta el Estado. Ahora bien, casos como estos son muy comunes en la administración pública, no solo en los niveles estratégicos del Estado, sino también a nivel medio y de supervisión. La excesiva concentración en la toma de decisiones por parte de los funcionarios representa con frecuencia un detonante del síndrome.
Las personas obsesionadas con el poder rinden culto a su personalidad (narcisismo, necesidad imperiosa de halagos) y se consideran omniscientes (lo saben todo), imprescindibles e invencibles. Actúan con arrogancia, se autodefinen como figuras mesiánicas o héroes salvadores. Abusan de su autoridad, actuando con crueldad. No pierden ocasión para intimidar y humillar, llegando a ocasionar mucho daño.
En un país como el nuestro, tan proclive a la burocratización y con estructuras tan jerarquizadas, es aconsejable implementar estrategias enfocadas en una mayor descentralización de las funciones gerenciales, con lo cual se reduciría el exceso de poder en pocas manos. Es necesario también pedir más cuentas a los todos los funcionarios sobre sus actos. Esto tendría un efecto similar al objetivo perseguido con aquella frase que pronunciaba el siervo detrás del general que desfilaba victorioso por las calles de Roma: “Memento mori”, es decir, “Recuerda que morirás”.
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