Por: Esmerarda Montero Vargas (Magíster en Comunicación Social. Investigadora predoctoral del Departamento de Comunicación Audiovisual y Publicidad Universidad del País Vasco/Euskal Herriko Unibertsitatea (UPV-EHU)
Las sociedades democráticas viven bajo un contrato social en el que la población designa representantes que están llamados a administrar los recursos y mantener el orden, entre otras garantías, de este precepto nace la sensación de seguridad y estabilidad que mantiene el sistema y la paz.
Cuando este equilibrio se rompe, crece la inseguridad, el miedo y finalmente llega la impotencia, que lleva a la población a saltarse las normas y tomar la “justicia” por sus propias manos.
Un perfecto ejemplo del colapso del sistema es lo ocurrido en Pedernales, donde decenas de haitianos fueron expulsados como represalia por el asesinato de un matrimonio dominicano perpetrado por nacionales del vecino país.
Son muchos los elementos que deben unirse para que se genere una acción como esta, la población no solo convive con el temor latente de una invasión pacífica, alimentada por múltiples sectores que parecen haber encontrado en el odio y la intolerancia focalizada hacia el tema fronterizo un filón, también está la sensación generalizada de que las autoridades no tienen ningún control de la situación.
El sociólogo y economista Manuel Castells (2011) plantea: “La transformación social resulta de una acción, individual o colectiva, que en su raíz está motivada emocionalmente, como toda conducta humana. Entre las seis emociones básicas que ha detectado la investigación neurocientífica, la teoría de la inteligencia emocional aplicada a la comunicación política nos dice que el miedo, la más potente de las emociones negativas, tiene un efecto paralizante, mientras que la indignación conduce a la acción. La indignación se acrecienta con la percepción de la injusticia de una acción y con la identificación de la fuente de la injusticia.”
En efecto, tal y como plantea Castells, la indignación es el motor de la acción y en el caso de la República Dominicana el miedo crece día a día, en una sociedad castigada con el flagelo de la delincuencia y la corrupción institucional normalizada, a ello se añade la tensa relación que desde hace tiempo tenemos con el vecino país Haití.
Mientras la población toma acciones violentas y otros escogen convertirse en abanderados del odio de forma sistemática, la reelección se convierte en el tema clave, a dos años de distancia aún para acudir a las urnas.
De esta manera, el contrato social está roto, la parte designada para dirigir el país no está dando respuestas efectivas a la población, la inseguridad se ramifica en todas las direcciones, con la población civil cansada, indignada e influida por elementos de intolerancia, lo que lleva a que se pretenda ejercer la ley del ojo por ojo.
Mientras todo esto se desarrolla, las acciones del gobierno central parecen estar encaminadas en su mayoría hacia la permanencia política, ignorando en el camino el clamor de la población. Así el contrato no solo está roto sino que los posibles efectos de esta desestructura política y social parece no importar.
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