Al Panteón Nacional o justicia histórica

jueves 6 febrero , 2025

Creado por:

Julio Santana

El pasado reciente de nuestra nación, marcado por momentos de gran oscuridad y sacrificio, persiste en las memorias de quienes lo vivieron y en las de aquellos que, a través de las historias transmitidas de generación en generación, continúan aprendiendo de él. Sin embargo, en un mundo que avanza a una velocidad vertiginosa, muchos parecen haber olvidado las lecciones valiosas que ese pasado nos dejó.

Un claro ejemplo de ello es la era de la dictadura trujillista, un período que se distingue por el dominio absoluto de una familia y la brutalidad desmedida de los más despiadados secuaces del sátrapa. Tres largas décadas de régimen autoritario dejaron una huella profunda e indeleble en la conciencia colectiva de nuestra nación, especialmente en aquellas generaciones que fueron testigos de la aparente calma que el régimen impuso a base de terror, asesinatos y represión. Es indiscutible que aquellos nacidos en las décadas de los cincuenta y sesenta siguen llevando en sus memorias los ecos de esos años oscuros, ya sea a través de sus propias experiencias, de la lectura de obras y relatos sobre esa época, o de las emotivas narrativas de sus padres.

Las impresionantes transformaciones que ha experimentado el mundo en los más de 63 años transcurridos desde aquel glorioso 30 de mayo de 1961, fecha que marcó el fin de una de las dictaduras más crueles y desafiantes de América Latina, siguen revelando las enormes posibilidades de progreso y ascenso de la humanidad. Lamentablemente, este avance imparable va de la mano con el crecimiento paralelo de las miserias humanas, así como con el fortalecimiento de creencias y estereotipos conductuales impulsados desde las entrañas de poderosos intereses con dominio global. Somos testigos de una profunda erosión moral, creciente apatía social y alarmante desinterés por la historia, fenómenos que se evidencian de manera descarnada en las nuevas generaciones.

Esta indiferencia, que se consolida con el tiempo, amenaza con despojar a las generaciones actuales de las valiosas lecciones que los sufrimientos y actos heroicos del pasado nos dejaron, llevando consigo el riesgo de olvidar los sacrificios y las luchas que forjaron la libertad y la dignidad que hoy damos por sentadas.

Para completar el panorama, observamos cómo se intensifica el fenómeno de la desconcertante distorsión de los hechos, incluidos aquellos de trascendental relevancia histórica: con creciente frecuencia, se transmutan en recuerdos huecos, carentes de sustancia y de valor fáctico genuino. En un presente en el que las trivialidades se imponen con fuerza arrolladora, las familias se fragmentan, y la insaciable búsqueda de lucro y notoriedad despoja al ser humano de su profundo sentido de pertenencia y solidaridad.

En este escenario se impone un abismo de contenido auténtico y trascendental. En medio de estas tendencias regresivas, el pasado-que debería erigirse como un faro y fuente inagotable de sabiduría-pierde inexorablemente su significado y relevancia. En efecto, nuestra historia, que en otro tiempo fue un faro de aprendizaje y transformación, se reduce hoy a la sombra de lo que alguna vez fue su formidable potencial transformador.

De hecho, aquellas farolas de luz que en su momento iluminaron los caminos de nuestras vidas, parecen desvanecerse mientras avanzamos paso a paso hacia la destrucción irreversible de las fuerzas morales esenciales que una vez impulsaron el progreso humano. Entre estas, destaca de manera preponderante el conocimiento de la historia, entendida como la construcción incesante y evolutiva del ser social, un pilar indispensable para la comprensión y transformación de nuestra identidad colectiva.

En el caso dominicano, los distintos escenarios del pasado reciente -desde las densas y ensordecedoras tinieblas escarlatas que marcaron el período de 1930 a 1961; pasando por los fervientes intentos de instaurar valores democráticos o difundir ideas revolucionarias entre 1962 y 1966; pasando por la compleja etapa de reconstrucción y reorganización del país entre 1966 y 1978, envuelta en el oscuro manto de la represión y los crímenes contra los opositores, muchos de ellos portadores del pesado sueño de un modelo idílico de convivencia y dinámica social, y, finalmente, el arribo a la voluntad política declarada de retorno a la democracia a través de elecciones libres-, se presentan hoy en la conciencia colectiva como meros vestigios de mundos pretéritos, despojados de la relevancia sustantiva que alguna vez definieron la vida de generaciones a lo largo de al menos ocho décadas del siglo XX.

Aunque el pasado permanece latente, emergiendo sutilmente en la superficie del presente, el tiempo destinado a su escrutinio resulta prácticamente inexistente para la mayoría de un pueblo absorto en la lucha por la supervivencia, en la búsqueda incesante de notoriedad a cualquier precio y en el efímero ascenso material. Este fenómeno se desarrolla bajo la conducción de líderes que, como maestros de orquestas desafinadas, carecen de los profundos arraigos nacionales necesarios para guiar a la nación con una visión auténtica y coherente.

Así, nuestro pasado histórico -incluso aquel todavía muy cercano a las generaciones actuales- se revela ante nosotros como capas superpuestas, en las que cada estrato atenúa gradualmente la notoriedad y la sustancia del precedente, hasta que, en última instancia, todas se disuelven en la conciencia social. Por otra parte, factores externos y agendas ajenas, hábilmente orquestadas, reconfiguran el pasado en una nebulosa indescifrable, transformándolo en un referente inservible o en un pilar del desarrollo individual que ha perdido toda existencia y relevancia.

Nosotros, un reducido grupo de testarudos, estamos convencidos de que los ciudadanos de un país que aspire a posicionarse a la vanguardia del desarrollo -en todos sus aspectos, incluido el moral- deben rescatar a sus grandes héroes, aquellos auténticos artífices de la historia nacional. Sin embargo, en el mejor de los casos, de estos próceres solo nos queda un tenue eco: reminiscencias vagas, relatos astutamente tergiversados o inexactos, que impiden que, cuando se precisa, la mayoría capte siquiera por un instante la esencia fundamental de sus gestas. Es precisamente esta esencia, en realidad, la que guarda el potencial de alimentar los esfuerzos orientados a inaugurar nuevos horizontes de progreso genuino para la nación.

¿Qué queda de nuestros héroes, cruelmente torturados e inmolados desde aquel glorioso momento en que el cadáver del dictador yacía ensangrentado, incapaz de escuchar los lamentos y los últimos discursos apologéticos de sus más cercanos colaboradores, quienes insistían en ensalzar su grandeza terrenal?

¿Quiénes, hoy en día, pueden recordar tres o cuatro apellidos de los involucrados en el magnicidio? ¿Cuáles detalles de la trama patriótica del 30 de mayo son conocidos hoy en nuestro fallido sistema educativo o por algunos de esos insípidos y vanilocuentes protagonistas de las redes sociales, quienes parecen ser los auténticos y más efectivos orientadores de nuestra juventud?

Hoy, cuando las generaciones más jóvenes parecen desconectadas de nuestra historia, es fundamental que tomemos medidas para rescatar su memoria. A través de la educación, el arte y el reconocimiento público, podemos dar vida a aquellos momentos que definieron nuestra libertad, asegurando que el sacrificio de nuestros héroes no sea olvidado, sino recordado con respeto y celebrado.

Julio Santana

Economista (Ph.D) y especialista en sistemas nacionales de calidad, planificación estratégica y normatividad de la Administración Pública. Fue director de la antigua Dirección de Normas y Sistemas de Calidad (Digenor).

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