De clínicas privadas y otros comercios

viernes 27 octubre , 2023

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Julio Santana | Foto: Julio Santana

Por desgracia o mala suerte o “por voluntad de Dios” una tía enfermó de gravedad.  Se trata de una mujer adulta, madre de hijos y esposa honorable. Es una trasplantada, le introdujeron en su cuerpo un riñón ajeno, el único que ahora tiene, para sustituir al que estaba irreversiblemente dañado.  Maestra de escuela de vieja data y como casi todos los maestros de este país, no tiene casa propia y su existencia ronda los linderos de la sobrevivencia y hace malabares en su velero con tres hijos a bordo y un esposo desempleado.

Me llamaron cuando su condición de salud empeoró. El único riñón funcional-donado por una hermana- comenzó a fallar seriamente. En su acreditada calidad de maestra, le correspondía que la lleváramos al Hospital “Docente” Semma Santo Domingo (CMSSD).  Este centro asistencial inicia sus labores en 1996 con el objetivo loable de servir a la salud de los maestros. Once años antes, luego de muchas vocerías y palos, el 12 de febrero de 1985, la ADP logra la creación del Seguro Médico para Maestros.

Mi tía, obviamente, tiene el seguro médico para maestros. Entonces recomendé que trasladáramos de inmediato a la enferma “a su hospital” y que hiciéramos uso del seguro médico que era una prerrogativa de su noble condición de maestra. Ninguna de las dos cosas funcionó. En el CMSSD nos dijeron, con gran dejadez y parsimonia, que para atender el caso no existían en el centro las más mínimas condiciones.  No hubo ninguna recomendación, quizás no la creyeron pertinente.

No podíamos soñar con una compensación de parte del seguro para maestros.  Ni siquiera tuvieron la gentileza -más bien la humanidad- de aproximarse al estado crítico de la paciente.  Simplemente en el hospital de maestros olvidaron que se trataba de una maestra.

Salimos corriendo a una clínica privada y fuimos a parar a un conocido centro médico, con aspiraciones de ser moderno, con nuestra paciente visiblemente deshidratada y en estado prácticamente inconsciente. Al presentar orgullosos nuestro seguro, afirmaron no conocer que existía un seguro para maestros.  En cambio, aceptaron que existía un hospital para maestros.

Explicamos que ese hospital se declaró incompetente para atender a nuestra enferma porque no disponía de los equipos necesarios. Entonces fue cuando pudimos oír la primera frase solidaria: “¡qué cosa pasan en este país!”

A seguidas pasaron a explicar sus condiciones, las cuales definen el común denominador de casi todas las clínicas privadas de este país. La única forma de darle los primeros auxilios a la maestra era pagando un adelanto de 25 mil pesos; al tercer día debíamos depositar 50 mil pesos y, si las cosas se complicaban, al sexto día, la suma ascendería a 100 mil.

Así, nos dimos cuenta, con mucha amargura, que la honorable condición de maestra y el seguro para maestros carecían absolutamente de valor práctico alguno: ni dentro del hospital para maestros ni en las clínicas privadas muy eficientemente administradas por los padres de los hijos que forman los maestros.  En los umbrales de los 60 mil pesos, nuestra maestra, angustiada, preguntaba que cómo iban los gastos y cuál sería la solución siendo ya tan elevados. Pero la familia estaba allí, solidaria, dispuesta a sacrificarse para saldar una cuenta obviamente abultada y sin sentido alguno existiendo un seguro para maestros. ¿Cuál es el monto pagado por nuestra maestra al seguro si comenzamos a contar desde el año 1987?

Buscamos los 25 mil pesos. Cumpliendo fielmente su promesa, las autoridades de la clínica exigieron, justo a los tres días, los otros 50 mil.  Comenzaron a llegar montones de facturas.  Nosotros no entendíamos sus complicados contenidos ni había nadie allí que pudiera explicarlos apropiadamente. Resultaba difícil llevar el control de los medicamentos efectivamente aplicados y terminamos por olvidar la cantidad real de los sueros utilizados.  Reportan, en componenda delictiva, todo lo que se les ocurre. Nadie nos defiende.

Nuestras clínicas privadas son auténticos centros comerciales. La mayoría de los médicos son mercaderes de la salud, del dolor, de la penuria humana.  “Si usted no puede pagar sus gastos posibles no puede entrar”, y poco importa el estado del paciente. En otros centros lo primero que se escucha decir es: “¿Quién se hace responsable? Si nadie responde en momentos en que la persona se desangra o agoniza, digamos por una herida de bala, el personal de turno se ocupa de responder de una manera totalmente deshumanizada: “Llévenlo entonces al Darío”. No se molestan en mirar con algún viso de lejana compasión a la persona en agonía y mucho menos a sus atribulados y nerviosos acompañantes.

Llegó el séptimo día. La suma para pagar totalizó 181 mil 400 pesos. Tres hermanas ausentes aportaron el 66% de los fondos, los demás familiares el resto. Nuestra tía no mejoró mucho que digamos y tengo la corazonada de que muy pronto habrá de regresar a una clínica privada. Ojalá no suceda. Si ocurre, ya no discutiremos sobre los méritos de sus 25 años en el magisterio, ni sobre el hospital y seguro para maestros. ¡No perdamos tiempo con eso! Quedan muchas dudas. ¿Fue correcto el tratamiento? ¿Fueron los medicamentos suministrados los más apropiados? ¿Fue facturada la cantidad exacta de dinero efectivamente invertido en medicamentos? ¿Se cumplieron los procedimientos previstos para estos casos? Nadie sabe nada.  Esta gente está fuera de todo control.

Con los dos riñones funcionando perfectamente, en este adorable país uno puede perder el corazón, que es uno solo, al ver reinar por doquier a sus anchas el abuso, la desidia e incompetencia profesional. Es mucha la indiferencia y deshumanización, y es intolerable la racionalidad salvaje del sistema de salud dominicano. Los diagnósticos pueden ser erróneos, las operaciones fallidas o fatales por malas prácticas, las prescripciones mortales, los alimentos inadecuados o dañados, y las atenciones del personal deplorables. Todo eso debemos pagarlo sin rechistar, cuando podemos.  Si no podemos, entonces la única opción es volver a nuestras camas y autorizar a la familia que anuncie: ¡Se está muriendo!

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Julio Santana

Economista (Ph.D) y especialista en sistemas nacionales de calidad, planificación estratégica y normatividad de la Administración Pública. Fue director de la antigua Dirección de Normas y Sistemas de Calidad (Digenor).

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